Nadie a priori -o por lo menos uno mismo- imaginaría que Zaragoza tiene la fuerza y vitalidad que atesora, como demuestra el hecho que sea por población la quinta de España: con más de 700.000 habitantes, solo por detrás de Madrid, Barcelona, Valencia y Sevilla. Atesora prácticamente la mitad de la población de Aragón ( eso tendría que dar pie a reflexiones sobre la situación en el campo y ámbito rural, que remite a la ya conocida reivindicación: “Teruel existe”). La realidad es que Zaragoza es francamente muy interesante más allá de la majestuosidad e imponencia de templos como la Seo o, sobre todo, el Pilar. Espectaculares ambas.
No muy lejos, se encuentra la Aljafería, muestra de arte mozárabe del que Zaragoza y Aragón son buenas muestras, construída en el siglo XI durante la ocupación islámica -ésta se extendió entre los siglos VIII y XII hasta la reconquista de Alfonso I ‘el Batallador’-. Su historia es apasionante empezando por el nombre que remite a la presencia romana, “Caesaraugusta”, en honor a dicho emperador y que data del año 14 a. C. En cualquier caso, el origen se encuentra en un pueblo íbero de la segunda mitad del siglo III a.C., Selduie. Su actual reformulación es mezcla o consecuencia de la presencia árabe que hizo que su nombre pasara a ser ya muy parecido al actual: “Saraqusta”. Sea como fuere, lo dicho, Zaragoza tiene mucho. Destacan: su zona de tasca y vinos en el centro, conocida popularmente como “El Tubo”, sus tapas, la presencia y homenaje a Goya, sus gentes que durante nuestra visita iban ‘arreglados’ -época de comuniones y bodas-, restos romanos encontrados recientemente, espacios culturales con buenas exposiciones… O la cercanía del río Ebro, fundamental para entender esta ciudad, nudo de comunicaciones privilegiado, cercano a Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao o Tolosa.